domingo, 18 de agosto de 2013

Master and Commander: armonizar la ilusión con la experiencia

El capitán y el médico son tan distintos que sólo logran armonizarse interpretando a Boccherini. El joven guardiamarina Blakeney (Max Pirkis), encarna la esperanza de aunar en un solo líder los rasgos de los dos protagonistas.

Una de las virtudes que más me atrae es la diligencia. No tiene demasiada fama y, sin embargo, es una de las siete virtudes que la Iglesia católica opone a los pecados capitales, así que debe de ser importante. En concreto, la diligencia se opone a la pereza. Viene del latín diligere, y puede traducirse por amor o, más precisamente, por el esmero y el cuidado en ejecutar algo. Solemos decir que una persona diligente actúa prontamente, lo cual es cierto, si con ello no queremos decir que actúa demasiado rápido. La persona diligente actúa con el ritmo preciso que requiere cada realización concreta.

[Te invito a reproducir de fondo el vídeo incrustado bajo este párrafo, un fragmento de Master and Commander (Peter Weir, 2003) en el que los protagonistas interpretan un nocturno de Madrid de Luigi Boccherini. Personalmente, esa pieza me inspira diligencia y creo que no es casualidad. Ambos personajes -el capitán y el médico-, cuando logran armonizar sus caracteres, ejercen un liderazgo que bien podríamos definir como la autoridad del diligente].


Si el ser humano tuviera que definirse a sí mismo como un sonido, evitaría parecer una sola nota -plana, monótona, unilateral-. Evitaría también ser puro ruido -disonancia, caos, desasosiego-. El hombre siempre ha buscado ser y vivir en armonía. La armonía es una hermosa tensión entre contrastes, la suma integrada de un conjunto de diversas notas que suenan como una sola, pero con hondura, matices y resonancias. Pero no nos resulta nada fácil. La diligencia es una de esas virtudes que aúna dos rasgos deseados en una misma acción: actuar, a un tiempo, con la ilusión del primer día y con la experiencia del último.

Todos hemos experimentado la ilusión del primer día. El primer día de clase, de las vacaciones, de novios… Yo veo llegar a mis alumnos de 1º de carrera ilusionados, alegres, con cierto temor confundido con humildad e inexperiencia. Se toman las primeras clases muy en serio y con mucha ilusión. Estrenan cuadernos y bolis y descubren en las clases, los libros y las prácticas un mundo nuevo que les ilusiona y saca lo mejor de ellos. Tienen una fuerza e ilusión maravillosa, pero sus primeros ejercicios manifiestan los defectos propios de la inexperiencia.

Todos hemos alcanzado, también, cierta habilidad o soltura en algún campo, fruto del mucho entrenamiento o la mucha experiencia. Mis alumnos que, el primer día, andaban torpes e ilusionados, terminan la carrera con sobrada solvencia en algunos campos de su desarrollo personal o profesional. Sin embargo, algunos se han convertido en eficaces funcionarios del aula, los exámenes y los trabajos. Otros, hablan de sus prácticas profesionales con la desilusión de quien va a jubilarse y nunca alcanzó sus sueños. Sus ejercicios son, sencillamente, correctos, como todo lo que es fruto de la experiencia. Pero, muchas veces, carecen de alma, son impersonales y apenas queda en ellos alguna huella de la ilusión y los ideales que trajeron el primer día.

La ilusión del primer día quedaba lastrada por la inexperiencia. La experiencia del último día carece del brillo de lo nuevo. La diligencia es la virtud que reúne lo mejor de ambas actitudes. La persona diligente actúa como la primera vez respecto de la ilusión, y como la última vez respecto de la experiencia. Ilusión y experiencia, sabiduría y amabilidad, eficacia y cuidado, sensatez aterrizada y grandeza de intención.

Ver actuar a una persona diligente es uno de los espectáculos más agradables que uno puede contemplar, y en eso consiste parte de la gracia de acudir a un concierto o a una obra de teatro. Los intérpretes actúan a un tiempo como la primera vez y como la última. Ser tratado con diligencia, por ejemplo, por un camarero o por un burócrata es algo que no tiene precio. ¿Qué tal sería experimentar esa misma sensación dentro de nosotros, en nuestra propia acción?

Eugenio D’Ors nos contaba el truco para lograr vivir la ilusión del primer día con el saber hacer del último día: conectar lo cotidiano con nuestro ideal. Vivir así el trabajo, el matrimonio, la amistad, el fin de semana, el levantarnos cada mañana, el llegar a casa por la noche, las vacaciones… Eso es ser diligentes: armonizar la máxima ilusión con la máxima experiencia en cada una de nuestras acciones.

¿En qué ámbito de tu vida eres -o quieres llegar a ser- especialmente diligente?

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Este artículo pertenece a la serie #CrearEnUnoMismo.

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