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viernes, 24 de enero de 2014

Ortega: «La vida nos es dada, pero no nos es dada hecha; la vida es quehacer»

José Ortega y Gasset, imagen del Archivo General de Guipúzcoa.
José Ortega y Gasset nos invita en cada uno de sus escritos a tomarnos nuestra vida en serio. Repasando El hombre y la gente me di cuenta de que, si aislaba algunos párrafos separándolos del sentido general de la obra lograría un destilado de su pensamiento sobre la vida humana.

Ni Ortega, y menos esta amputación de su obra que ahora te presento, agotan la pregunta por el hombre. Sin embargo, creo que el texto pone el acento en aspectos que resultan importantes para quienes queremos ser protagonistas de nuestro crecimiento personal cada día de nuestra vida. Sin más, te dejo con sus palabras.

«Es constitutivo del hombre, a diferencia de todos los demás seres, ser capaz de perderse, de perderse en la selva del existir, dentro de sí mismo, y, gracias a esa atroz sensación de perdimiento, reobrar enérgicamente para volver a encontrarse. La capacidad y desazón de sentirse perdido es su trágico destino y su ilustre privilegio» (p. 45).

«Siempre que digo “vida humana” […] ha de evitarse pensar en la de otro, y cada cual debe referirse a la suya propia y tratar de hacerse ésta presente. Vida humana como realidad radical es sólo la de cada cual, es sólo mi vida. […] La vida de otro, aun del que nos sea más próximo e íntimo, […] la veo, pero no la soy». (p. 46).

«Al llamarla “realidad radical” no significo que sea la única, ni siquiera que sea la más elevada […] sino simplemente que es la raíz –de aquí, radical– de todas las demás en el sentido de que éstas […] tienen, para sernos realidad, que hacerse de algún modo presentes o, al menos, anunciarse en los ámbitos estremecidos de nuestra propia vida. […] Mi vida […] es por esencia el área o escenario ofrecido y abierto para que toda otra realidad en ella se manifieste y celebre su Pentecostés» (p. 47).

«De ahí que ningún conocimiento de algo es suficiente –esto es–, suficientemente profundo, radical, si no comienza por descubrir y precisar el lugar y el modo dentro del orbe que es nuestra vida, donde ese algo hace su aparición, asoma, brota y surge, en suma, existe [como] aquello con lo que, queramos o no, tenemos que contar» (p. 48).

«Y es ello que la vida no nos la hemos dado nosotros, sino que nos la encontramos precisamente cuando nos encontramos a nosotros mismos. De pronto y sin saber cómo ni por qué, sin anuncio previo, el hombre se descubre y sorprende teniendo que ser en un ámbito impremeditado, imprevisto, en éste de ahora […] Pues bien, ese mundo en que tengo que ser al vivir me permite elegir dentro de él este sitio o el otro donde estar, pero a nadie le es dado elegir el mundo en el que vive […]
allí donde y cuando nacemos, o después de nacer estemos, tenemos, querámoslo o no que salir nadando. En este instante, cada cual por sí mismo, se encuentra sumergido en un ambiente […], gravemente consumiendo una hora de su vida –una hora insustituible, porque las horas de su vida están contadas. Esta es su circunstancia. Su aquí y ahora. ¿Qué hará? Porque algo, sin remedio, tiene que hacer […], pues esta vida que nos es dada, no nos es dada hecha, sino que cada uno de nosotros tiene que hacérsela, cada cual la suya. Esa vida que nos es dada nos es dada vacía y el hombre tiene que írsela llenando, ocupándola. […]

mas no le es, de antemano, y de una vez para siempre, presente lo que tiene que hacer. Porque lo más extraño y azorante de esa circunstancia o mundo en que tenemos que vivir consiste en que nos presenta siempre […] una variedad de posibilidades para nuestra acción, variedad ante la cual no tenemos más remedio que elegir y, por lo tanto, ejercitar nuestra libertad, […] cruelmente entregados a nuestra iniciativa e inspiración; por tanto, a nuestra responsabilidad. Dentro de un rato, cuando salgan a la calle, se verán obligados a decidir qué dirección tomarán, qué ruta. Y si esto acontece en esta trivial ocasión, mucho más pasa en esos momentos decisivos de la vida en que lo que hay que elegir es nada menos, por ejemplo, que una profesión, una carrera –y carrera significa camino y dirección del caminar. […]

Quod vitae sectabor iter? ¿Qué camino, qué vía tomaré para mi vida? Pero la vida no es sino el ser del hombre –por tanto, eso quiere decir lo más extraordinario, extravagante, dramático, paradójico de la condición humana, a saber: que es el hombre la única realidad, la cual no consiste simplemente en ser sino que tiene que elegir su propio ser. Pues si analizamos ese menudo acontecimiento que va a darse dentro de un rato –el que cada cual tenga que elegir y decidir la dirección de la calle que va a tomar– verían cómo, en la elección de una acción en apariencia tan simple interviene íntegra la elección que ya han hecho, que en este momento, sentados, portan secreta en sus penetrales, en su recóndito fondo, de un tipo de humanidad, de un modo de ser hombre que en su vivir procuran realizar» (pp. 48-51).

«De toda circunstancia, aun la extrema, cabe evasión. De lo que no cabe evasión es de tener que hacer algo y, sobre todo, de tener que hacer lo que, a la postre, es más penoso: elegir, preferir. […] De donde resulta que lo que me es dado cuando me es dada la vida es quehacer. La vida, bien lo sabemos todos, la vida da mucho que hacer. Y lo más grave es conseguir que el hacer elegido encada caso sea no uno cualquiera, sino lo que hay que hacer –aquí y ahora–, que sea nuestra verdadera vocación, nuestro auténtico quehacer.

Entre todos esos caracteres de la realidad radical o vida […] el que me interesa ahora subrayar es el que hace notar la gran perogrullada: que la vida es intransferible y que cada cual tiene que vivirse la suya; que nadie puede sustituirle en la faena de vivir, […] que ningún otro puede elegir ni decidir por delegación suya lo que va a ser; que nadie puede reemplazarle ni subrogarse a él en sentir y querer; en fin, que no puede encargar al prójimo de pensar en lugar suyo los pensamientos que necesita pensar para orientarse en el mundo […] y así acertar con su conducta; por tanto, que necesita convencerse o no, tener evidencias o descubrir absurdos por su propia cuenta, sin posible sustituto, vicario ni lugarteniente» (p. 52-53).

ORTEGA Y GASSET, José. El hombre y la gente, Madrid, 1980, Revista de Occidente en Alianza Editorial.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Apología de la memoria: una cuestión de belleza, historia e identidad

 Museo Yad Vashem del Holocausto, Salón de la memoria.
Jerusalén, arquitecto Moshe Safdie, 1953.
«Yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros [...]. Les daré un nombre permanente [un yad vashem], que nunca será olvidado» (Isaías 56,5).

Tendemos a pensar que la memoria es un mero almacén de datos. Se nos ha dicho que la educación del XIX, que prestigiaba la memoria, ahogaba el pensamiento y la creatividad. Se ha extendido la idea de que gracias a Internet y a los soportes de almacenamiento digital tenemos toda la memoria personal y colectiva a un solo clic. Quizá porque pensamos todas esas cosas damos poca importancia al trabajo con nuestra memoria. Sin embargo, descuidar la memoria afecta a nuestra supervivencia, al sentido que le damos a nuestra vida, al modo en que nos relacionamos con el mundo y a la comprensión de nuestra propia identidad. De ahí que quiera compartir contigo esta especie de apología de la memoria.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La dialéctica de los malos empleados y las malas empresas

Aplicar la "lógica para controlar las cosas" a las relaciones humanas 
genera esclavos, monstruos, tiranos y mundos inhabitables.
El 75 por ciento de los empleados trabaja con “resignación” e “indiferencia”; el 78 por ciento afirma que son tratados por los jefes como “máquinas y números”, reconoce “no estar a gusto” en su puesto de trabajo y admite que si sigue ahí es porque “no le queda otra”. Son datos que arroja una investigación de Koerentia (Abc.es, 04/04/2012).

La primera vez que consulté estos datos pensé: “Si el 75 por ciento de las personas empleadas en este país trabajan resignados y con indiferencia, bastante bien le va a nuestra economía”. De hecho, me sorprendo a menudo por la desidia e incompetencia manifiesta de muchas personas que trabajan de cara al público. También me ha pasado al revés: cuando una de estas personas se muestra educada, servicial y manifiesta saber de lo que habla, me dan ganas de pedirle su tarjeta, porque la llevaría conmigo a cualquier aventura empresarial.

Escuchar detenidamente las razones de esa desidia nos permite plantear una nueva perspectiva, que no invalida la anterior: “Si las empresas tratan a las personas como máquinas y números, matarán su iniciativa personal, su sentido de la responsabilidad y desperdiciarán sus talentos y capacidades”. Las empresas grandes buscan la estandarización de productos y servicios en su búsqueda febril de maximizar el beneficio y, con ello, reducen a sus empleados al anonimato y a lo impersonal, lo que denigra la dignidad tanto de sus empleados como de sus clientes.

lunes, 26 de agosto de 2013

«Quiero piratas, no marines»

Restos del submarino Kursk, una vez rescatado del fondo de océano.

«13:5…h. Está demasiado oscuro para escribir aquí, pero trataré de hacerlo a ciegas. Parece que no hay ninguna posibilidad, o un 10 o un 20 por ciento. […] Hola a todos, no desesperéis».

Son las últimas palabras anotadas por el teniente capitán de Navío Dimitry Kolesnikov a bordo del submarino hundido Kursk. La nota recoge la altura moral con la que aquel soldado afrontó sus últimos minutos, debatido entre la escasa esperanza de un rescate incierto y la casi certeza de que moriría encerrado en un casco metálico en las profundidades del océano.

Esas fatídicas palabras están grabadas en la memoria muchos marinos. Geordie Bunting, de la Marina Real Australiana, recordó la nota cuando el agua empezó a entrar por el caso de la sala de máquinas del Dechaineux. En sólo 10 segundos el agua comenzó a zarandearle de un lado a otro –como si estuviera en una lavadora- y supo que nadie (salvo ellos mismos) podría hacer nada por salvarlos. En la sala de arriba, varios marineros cerraron las entradas de agua accionando un control de emergencia, mientras que otros corrieron hasta la sala de motores y cogieron a Geordie de las solapas, casi inconsciente, justo a tiempo para cerrar la esclusa y aislar la sala.

lunes, 29 de julio de 2013

La escucha y el silencio: una conquista personal

Robert Doisneau, La jauría, 1969.
Karl Jaspers describió en los años 50 una paradoja dramática: vivimos en la sociedad de la comunicación y los transportes… pero nos encontramos más solos e incomunicados que nunca. Tal vez porque confundimos la emisión y recepción de estímulos comunicativos con la verdadera comunicación. Los carteles de la ciudad, la radio, la televisión, el cine, los anuncios en todos los formatos y lugares, el mundo a un clic en el Smartphone, el aislamiento musical o telefónico de los auriculares… todo este universo de estímulos nos envuelve las 24 horas del día.

Los efectos que se derivan de esta forma de estar en el mundo son muchos y de toda índole. Muchos pueden estudiarse desde fuera, pero los que nos importan aquí son los de dentro. ¿En qué medida el mundo en que estamos sumergidos, del que no podemos escapar (del mismo modo que el pez no puede vivir fuera del agua) afecta a nuestro desarrollo personal y a nuestras relaciones con el mundo y con las otras personas?

Frente a un mundo cargado de estímulos externos, nuestra reacción instintiva (como demuestran los trabajos de campo) es doble. Por un lado, somos llevados a la pura exterioridad. Saltamos constantemente de un estímulo a otro, de un espectáculo a otro, de una llamada de atención (visual, sonora, táctil, interactiva…) a otra, de una experiencia efímera y de consumo fácil a la siguiente. Por otro, buscamos protegernos del exceso de estímulos, hacemos callo en nuestra mirada y nuestro oído, lo insensibilizamos para protegernos del estímulo siguiente… hasta pasamos las páginas del periódico sin ver o registrar los anuncios. Nos protegemos de los estímulos desarrollando nuestra insensibilidad hacia ellos (especialmente a los más discretos) y los generadores de estímulos se ven forzados a aumentar la carga espectacular de sus mensajes (más ruido, más alto, más visual, más atractivo, más grande, más provocador, más hiriente, más invasivo).

sábado, 13 de julio de 2013

Helen Keller: una palabra… y nace el mundo

Helen Keller, con 76 años, sostiene un libro escrito en Braille. Hulton Archive / Getty Images, 1956.
Helen Keller nació en Alabama durante el verano de 1880. A los 19 meses de vida cayó enferma y el médico determinó que no sobreviviría. Unos días después superó la fiebre y entre la alegría general que se extendió por toda su casa nadie intuyó que Helen no volvería a ver ni a oír. Helen quedó para siempre ciega y sorda.

A los cinco años, su necesidad de expresarse y comunicarse excedía sus posibilidades reales de relación, por lo que caía en constantes accesos de cólera y no pasaba ni una hora de su vida sin sufrir alguna crisis. Parientes y amigos dudaban de que Helen pudiera recibir educación o instrucción alguna. Sus padres no dudaron. Después de mucho investigar dieron con Alexander Graham Bell (sí, el del teléfono), quien se comprometió a encontrar una maestra para Helen. Así fue como Anne Sullivan apareció en la vida de Helen Keller el 3 de marzo de 1887. Maestra, cuidadora, compañera de juegos, acompañante… No podríamos entender la vida de estas dos mujeres sin ponerlas en relación mutua.

La primera tarea de Sullivan, además de acoger cariñosamente a Helen, fue la de enseñarle el lenguaje. Deletreaba palabras con su dedo en la mano de Helen, aunque ésta aún no sabía que cada palabra se correspondía con una realidad determinada. Tampoco sabía qué era eso de «una palabra». Un día, Helen se encolerizó porque no acertaba a deletrear lo que Sullivan escribía en su mano, y estampó una muñeca contra el suelo, haciéndola añicos. «Yo no había querido a la muñeca –relata Helen-. En el mundo del silencio y de tinieblas en que vivía, no existía la ternura, ni ningún sentimiento definido».

Sullivan se llevó a Helen a la calle. Alguien sacaba agua de un pozo y la maestra le colocó una mano bajo el chorro. Cogió la otra mano y sobre ella deletreó agua. Water, en realidad. Varias veces. Lentamente. Helen se concentró en el movimiento de los dedos de su maestra:
«Súbitamente –escribe Helen- me vino un confuso recuerdo, de cosa olvidada hacía mucho tiempo; de golpe, el misterio del lenguaje me fue revelado. Supe ya que agua era aquella frescura maravillosa que me bañaba la mano. Esta palabra cobró vida, hacía la luz en mi espíritu, y lo liberaba, llenándolo de júbilo y de esperanza. […] Todo objeto tenía un nombre, y todo nombre evocaba un nuevo pensamiento. Todo cuanto tocaba en el camino de vuelta a casa me parecía que palpitaba y tenía vida propia […] Al entrar en casa me vino a la mente la muñeca rota, fui a tientas a recoger los fragmentos y traté en vano de volverlos a unir. Se me llenaron de lágrimas los ojos, porque comprendí lo que había hecho y, por primera vez en mi vida, conocí el pesar y el arrepentimiento» (2012: 32).

miércoles, 26 de junio de 2013

El dinamismo del encuentro: cuatro primeros cambios que nos abren a la plenitud



Los filósofos del diálogo sostienen que la plenitud de la vida humana se da en el encuentro. ¿Qué quieren decir con esto? Evidentemente, no se refieren a la mera conversación o trato humano, sino a una forma específica de relacionarnos con los otros que nos permite descubrir quiénes queremos ser y cómo llegar a serlo. Esa forma de encuentro no hay que buscarla en lo visible o en la superficie, sino en lo invisible. Algo que no se ve a primera vista, pero que nos revela en lo que vemos y que es lo realmente determinante para nuestra vida. ¿Cuáles son esos cuatro cambios que se dan en el encuentro con otro y que nos abren a la plenitud de nuestra vida?

El pasado sábado fui invitado para hablar de este tema con una veintena de coaches que actualmente se están formando en el Ciclo Fundamental de Coaching Dialógico® desarrollado por el IDDI de la Universidad Francisco de Vitoria. Para entrar en materia, vimos juntos esta secuencia de la película Veredicto final, protagonizada por Paul Newman y dirigida por el maestro Sidney Lumet.

El abogado Frank Galvin (Paul Newman) está desahuciado, enajenado en su propia vida, alcoholizado. Lleva años aceptando casos fáciles para pactar antes de ir a juicio, cobrar su comisión y sobrevivir, sin tener muy claro si merece la pena hacerlo. Así pretende enfrentarse a su nuevo caso: una clara negligencia médica ha dejado a una niña en cama, con muerte cerebral. Frank va al hospital, toma unas fotos de la niña y, en ese preciso momento, se re-encuentra con su vocación: “soy su abogado”, dice. Irá a juicio y tratará de que se haga Justicia. ¿Qué ha pasado? En el ámbito de lo meramente visible, nada. En el ámbito de lo estrictamente personal, todo. La secuencia, cinematográficamente hablando, es magistral, pero dejaré ese tema para el final de esta entrada. Ahora quiero centrarme en la anatomía del encuentro: el destilado de los cuatro cambios que se operan en la realidad, fruto del encuentro de este abogado con su cliente.