miércoles, 31 de julio de 2019

‘Ghost in the Shell’ y la moralina transhumanista

Fotograma de Gosth in the Shell (2017).
«Nos aferramos al pasado, pero el pasado no nos define». «Son nuestros actos los que nos definen». Así termina, en voz en off, Ghost in the Shell: el alma de la máquina (Rupert Sanders, 2017). Tomadas por separado, cada una de esas frases expresa una media verdad. Juntas, expresan una mentira completa.

Esta película tiene cuatro precedentes en el cine, seis series de televisión (seguidas de una séptima, en 2020) y, sobre todo, un manga de culto iniciado en 1989 por Masamune Shirow (alias de Masanori Ota). Cuando este proyecto underground adquirió una inesperada fama mundial y se realizó una edición completa de lo que empezó por entregas, el autor suprimió algunas viñetas –al parecer, indecorosas para un público global– y dejó escrito en la primera página:
«Esta es una historia de ficción y los apelativos, situaciones, objetos y explicaciones que aparecen son ficticios. El autor no se responsabiliza del daño que pueda causar en el lector o en las personas de su entorno la aceptación ciega de la información contenida en este volumen, así avisados quedáis. Me encantaría que os lo tomarais como un entretenimiento puro y duro».
Este lavarse las manos del autor, en sí mismo llamativo, parece una llamada a la moderación dirigida a la comunidad friki que estas historias han generado, una comunidad que con relativa frecuencia considera la obra como profética y de alta calidad filosófica. Tanto la supresión de algunas viñetas como esta advertencia podrían interpretarse como una domesticación del autor, pero también como una mayor conciencia de las consecuencias que conlleva todo trabajo creativo. Por eso, vuelvo sobre las frases con las que termina la película de 2017: «Nos aferramos al pasado, pero el pasado no nos define». «Son nuestros actos los que nos definen». Esto, más que un final narrativo, parece una declaración política y es, en todo caso, una moralina.

Decíamos que cada una de estas frases, por separado, es una media verdad; pero que, juntas, son una mentira completa. No necesitamos abandonar el relato de la película para confirmar nuestras afirmaciones. Incluso las malas historias son insobornables respecto de una sencilla verdad: es imposible comprender a un personaje sin contar con su pasado. En este película, la protagonista actúa en función de sus recuerdos recientes, sean verdaderos o falsos, y para saber quién es indaga en su pasado, busca a su madre, su casa, su historia. Necesita recuperar su pasado para saber quién es y qué hacer; y sólo cuando lo descubre está en disposición de confirmarse o reformarse a sí misma. Así que, según cuenta la película, es cierto que el pasado no nos define –del todo–, pero ocurre que sin el pasado ni sabemos quienes somos, ni quieres queremos ser, ni podemos dar ninguna orientación cabal nuestras acciones, que también nos definen –aunque no del todo–. Si fueran nuestras acciones las que nos definen, ocurriría que nuestras acciones pasadas –es decir, nuestro pasado– ya nos habría definido y hoy no podríamos hacer nada al respecto.

La cosa es tan absurda que es imposible que un guionista sensato acepte la idea con la que se cierra la película. Salvo que sea presa de una ideología, claro. Porque las ideologías, ciertamente, nos ofrecen un criterio ágil y firme –esa es su fuerza–, pero falso, para actuar. El efecto colateral de las ideologías es que nos vuelven idiotas, porque nos hacen obviar las contradicciones con demasiada naturalidad. Justo al contrario de lo que suele ocurrir con la buena ciencia ficción: que nos pone frente a nuestras contradicciones para que aprendamos algo de nosotros mismos. Hay que estar muy adormecido intelectualmente para aceptar, después de tragarnos una película basada en la búsqueda de la propia identidad indagando en el propio pasado, una afirmación como «el pasado no nos define», sin matizarla; y a continuación diluir nuestra identidad sólo en nuestras acciones actuales, como si estuvieran desvinculadas de nuestro pasado y nuestro futuro soñado, o de nuestra ineludible circunstancia personal e histórica.

La ideología que está detrás de la promoción de muchos productos como esta versión de Ghost in the Shell es el «transhumanismo». Y al pasado al que nos aferramos y del que deberíamos desprendernos, según esta ideología, se llama «humanidad». De ahí que la moralina final de la película sea, a pesar de absurda, muy poco inocente.

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