lunes, 4 de marzo de 2019

Harry Potter y los 'muggles': la dialéctica entre Fantasía y el mundo ordinario

La familia Dorsey. Fuente: Sparknotes.com/blog.
«El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías» (9).

El primer capítulo de Harry Potter y la piedra filosofal (J. K. Rowling, 1997) resulta ejemplar por al menos tres razones:

  • Respeta los cánones clásicos mediante los que se presenta una situación inicial conforme a los tradicionales cuentos de hadas. Nos es presentada una familia que cree vivir una situación idílica; y nos es presentado también lo que amenaza a esa situación, que pronto entrará en escena desencadenando la aventura. 
  • Son frecuentes las repeticiones, bien diseminadas, que gustan a los lectores principiantes y facilitan la memorización de algún dato importante para la trama. 
  • Respeta los cánones de la fantasía moderna. Resulta que esta familia tan normal es tremendamente aburrida, cuando no insoportable. En la fantasía moderna, el mundo ordinario nos es presentado a menudo como aburrido, opresivo, trágico… en cualquier caso: desencantado e invivible. De ahí que se haga necesaria la irrupción de lo extraordinario.

Existe cierto debate académico en torno al Reino de Fantasía. Algunos dicen que es un género casi tan viejo como la misma literatura. Para sostener esta tesis, se apoyan en textos antiguos en los que aparecen criaturas u objetos de los que no tenemos experiencia ordinaria, que tienen además su versión correspondiente en la fantasía moderna y contemporánea. Otros sostienen que el género de fantasía es típicamente moderno, pues una historia –por ejemplo– como la de Frankenstein o el moderno Prometeo (Mary Shelley, 1818), posee una estructura típicamente moderna, así como una perspectiva sobre lo extraordinario que resulta casi antagónica a los relatos de la antigüedad.

Esta modernidad del género se debería, por un lado, a la secularización de la cultura, que hizo desaparecer del horizonte de la vida las cuestiones sobrenaturales y con ellas, poco a poco, el discurso sobre asuntos tan metafísicos, pero tan reales, como la primacía del amor y el combate entre el bien y el mal. Por otro lado, el auge de las ciencias de la naturaleza, que parecían capaces de demostrarlo todo, de predecirlo todo, que agostaba con su voluntad de poder, poco a poco, el reino de la indeterminación, la sorpresa, la libertad.

Así, la oposición ordinario-extraordinario sería típica de la fantasía moderna y en cierto modo extraña a la literatura antigua y medieval. Para el hombre medio anterior a la modernidad, la magia era un asunto sospechoso, pero no extraordinario. Y lo sobrenatural –lo religioso- era aún más real que lo que nosotros llamamos ordinario. La conciencia del cielo y el infierno, la salvación o condenación de su alma, tenían mucha más consistencia y presencia en su vida cotidiana que la actualidad política del de reino vecino, por la que rara vez se interesaba.

Fantasía sería, desde este punto de vista, un género subversivo, revolucionario, en rebeldía contra la supuesta infalibilidad de la ciencia y la razón calculadora, en reivindicación de la libertad, la aventura, la posibilidad de otro mundo mejor que este. Por otro lado, su discurso vendría a realizar la función que antes desempeñaba la religión. Tanto en su función crítica contra la voluntad de poder, como en su función representativa de un juicio de amor sobre lo bueno y lo malo.

Muggle (calificativo para la “gente no-mágica”) viene a ser un neologismo muy adecuado para sostener esta oposición entre lo ordinario y lo extraordinario. Y el primer capítulo del primer tomo de la saga lo explota magníficamente bien. Buena parte de la tensión dramática de estas primeras páginas consiste en el ejercicio heroico del señor Dursley para mirar hacia otro lado y evitar caer en la cuenta de todo lo extraordinario que sucede a su alrededor. Los Dursley son una parodia del matrimonio moderno normal, incapacitado para el asombro, lo sobrenatural, el milagro… miope para distinguir entre el bien y el mal en su propia casa e incapaz, por tanto, de educar sensatamente a los hijos.

Hablo en esta ocasión de una oposición dialéctica porque los Dursley odian la magia y, a la inversa, la palabra muggle es utilizada por muchas criaturas mágicas en un tono despectivo. A lo largo de la saga, tendremos ocasión de ver cómo la oposición mágico / no-mágico puede suscitar dos actitudes bien distintas. La dialéctica, que se expresa bajo los viejos tópicos el racismo y la pureza o impureza de sangre; y la dialógica, que reconoce en el otro, el distinto, una fuente de riqueza. Arquetipos de ambas posiciones serán, a partir del segundo tomo de la saga, el Sr. Malfoy y el Sr. Weasley.

Sin ánimo de añadir leña al fuego del debate académico -pues es verdad que la distinción existe, aunque no es tan nítida-, soy partidario de distinguir entre fantasía moderna y todo lo anterior, a lo que me resisto a llamarlo “fantasía”. Distinguir nos ayuda a conocer mejor, a tratar con el debido respeto, con mayor precisión y cuidado, obras de carácter muy diverso. Forzando un poco la cuestión: enfrentarse a la Divina comedia (1321) con la misma actitud con la que leemos Peter Pan (James M. Barrie, 1906) sería muy propio de los Dursley, un despropósito que nos incapacitaría para entender nada de la obra de Dante Alighieri. Y viceversa: un renacentista, que sabe muy bien que al final de su vida será juzgado por su amor, haría mal en pensar que Peter Pan pudiera salirle al encuentro a la vuelta de la esquina.

Esta distinción nos previene también de catalogar El Señor de los anillos con la etiqueta de “fantasía”. Haríamos bien, frente a muchos relatos de Tolkien, al leerlos como mitos, en el sentido clásico de esa expresión, aplicable también a los antiguos cuentos de hadas. Harry Potter y la piedra filosofal, aunque conecta con la tradición de los cuentos de hadas, aunque desde el punto de vista de la técnica narrativa no es una obra precisamente innovadora, conviene encuadrarlo, por su enfoque temático, en el dignísimo género de la fantasía.

Hay otra razón útil para esta distinción. Nos ayuda a cobrar conciencia de que los discursos fuertes sobre el bien y el mal que con mayor facilidad consumimos los postmodernos son ficciones fantásticas. Esto debería alertarnos sobre cierta debilidad de nuestra inteligencia, que parece incapacitada para reconocer, sin complejos, como verdaderos, a los discursos que nos hablan sobre asuntos humanos que están más allá de lo científicamente mensurable, de la superficie de la realidad que ven nuestros ojos. De ahí que Saint-Exupéry, en esa fantasía moderna tan realista que es El Principito, tratara de recordarnos que «lo esencial es invisible a los ojos, no se ve bien sino con el corazón». El piloto francés era muy consciente de que su fantasía creaba un nuevo lenguaje para revelar al hombre de su tiempo algunas viejas, olvidadas, pero fundamentales verdades espirituales.

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