lunes, 25 de febrero de 2019

Harry Potter y «el niño que vivió»

Fotograma de Harry Potter y la piedra filosofal (Chris Columbus, 2001)
Así comienza la historia de cada uno de nosotros. Así se titula el Capítulo 1 del primer volumen de la serie, Harry Potter y la piedra filosofal: «El niño que vivió». Sí, ya sé que Harry Potter es un niño extraordinario y que superó de forma extraordinaria un intento de asesinato cuando aún no había aprendido a hablar. Pero, antes de entrar en cuestiones mágicas, y por muy muggles que seamos, conviene recordarnos, cada cuál a sí mismo y unos a otros, que hoy es, también y todavía, extraordinario poder decir «soy -eres- el niño que vivió».

Basta repasar la tasa de mortalidad infantil de algunos países para darnos cuenta de que sobrevivir no es, históricamente, algo asegurado. Ni siquiera hoy, según los avances médicos del país que te ve nacer. Añadamos a eso la tasa de mortalidad intrauterina. También la legalizada. Jesús Vidal, al recibir el premio Goya al mejor actor revelación por su papel en Campeones (Javier Fesser, 2018), cerró su emotivo discurso con la frase: «A mí me gustaría tener un hijo como yo, por tener unos padres como vosotros». Pero lo cierto es que ser concebido con una discapacidad no asegura tener unos padres que te acojan; y ni la ley ni la práctica médica habitual favorecen esa alternativa. El drama de elegir si interrumpir o no voluntariamente el embarazo nos sitúa ante otro acontecimiento extraordinario: ser queridos, elegidos, por los padres. Se lo explica Aldus Dumbledore a Harry:
«Si hay algo que Voldemort no puede entender es el amor. No se dio cuenta de que un amor tan poderoso como el de tu madre hacia ti deja marcas poderosas. No una cicatriz, no un signo visible… Haber sido amado tan profundamente, aunque esa persona que nos amó no esté, nos deja para siempre una protección» (2002: 245-246).
Así que la razón por la que Harry no murió bajo la maldición de Voldemort al poco de nacer, ni tampoco al ser tocado por «el hombre con dos caras», no fue una razón mágica, sino humana. Resulta que un mal mágico le ha marcado para siempre. Sufre la huella del mal en una cicatriz visible para todos. Pero un amor humano, amor de madre que sacrifica la vida por el hijo, también le ha marcado para siempre. Ha dejado una huella, invisible para muchos, que le protege desde dentro.

En otra ocasión hablaremos de lo que no entiende Voldemort. Hoy toca hablar de «el niño que vivió». El poder que busca Voldemort y el amor a la vida que recibe Harry son quizá los dos grandes temas de este volumen. Aunque de modo directo se abordan en contadas ocasiones, el objeto mágico anunciado en el título nos da la clave. La piedra filosofal tiene una historia escrita que precede a la de Harry Potter al menos en 1697 años (Cheirokmeta, 300 d.C., por Zósimo de Panópolis), aunque algunas leyendas la sitúan ya en manos de Adán, el primer hombre. El relato de J. K. Rowling respeta, en lo esencial, los poderes asignados a la piedra por la leyenda: convertir otros metales en oro (es decir, en poder) y contribuir en la elaboración del elixir de la vida, capaz de otorgar la inmortalidad.

Uno de los ingredientes de la vida humana es la muerte. Un ingrediente que rechaza Voldemort, pero que Dumbledore, los padres de Harry y el colega de Dumbledore y descubridor de la piedra, Nicolás Flamel, comprenden. Hay una frase en el libro, lamentablemente perdida en la película, que explica bien este asunto. Una frase que en el libro se repite dos veces, marcando así su importancia, para mayor deshonor de la adaptación cinematográfica. Se la explica Dumbledore a Harry; y éste se la repite a Ron:
«Para las mentes bien organizadas, la muerte es la siguiente gran aventura».
La frase, por cierto, es un eco de una obra maestra de la literatura fantástica. El Capítulo 8 de Peter Pan (James M. Barrie, 1911), termina con el líder de los niños perdidos diciendo: «Morir será una aventura impresionante». Aunque el sentido de esta frase no proviene del Reino de Fantasía, sino del Reino de lo sobrenatural. Es una afirmación religiosa, pues nos habla de la muerte no como un final, sino como aventura, camino, episodio de la vida. Como algo, no que nos pasa, sino que pasamos. Como un portal que nos lleva de esta situación a otra; de este a otro mundo. Aunque sólo se muestra así, claro está, a «las mentes bien organizadas».

«El niño que vivió» es «el niño que vive» y que ha de enfrentarse a la muerte. Porque sólo las buenas razones para morir son las buenas razones para vivir. Su modo de contar con la muerte define su identidad, confirma su destino. Voldemort, sin embargo, huye de la muerte y por su voluntad de poder queda maldito, suspendido en un estadio intermedio y sin resolución satisfactoria posible. Parásito en este mundo, sin posibilidad del otro.

Harry no es extraordinario por haber vencido a la muerte, sino por haber sido salvado de ella una vez, por el sacrificio de amor de su madre. Pero, como enseña el profesor Severus Snape, «la fama no lo es todo». Ser «el niño que vivió» le da a Harry la oportunidad de vivir hoy su propia aventura. Exactamente igual que nos ocurre a nosotros.

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