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martes, 20 de agosto de 2013

Rodéate de los mejores

¿En qué sentido Ocean buscó a los mejores para hacer el trabajo?
Imagen promocional de Ocean's Eleven (Steven Soderbergh, 2001)
Creo que la primera vez que escuché este consejo fue en boca de Aristóteles y, sin duda, es un adagio habitual entre los clásicos romanos, como Séneca. En el fondo, el «a hombros de gigantes» de Bernardo de Chartres no deja de ser una variante académica de este «rodéate de los mejores».

Steve Jobs solía decir que no tenía ningún reparo en apropiarse las ideas de otros si al hacerlo se mejoraba a sí mismo o mejoraba sus productos. Ya comenté en LaSemana.es la influencia que en Jobs –y en los actuales diseños de Apple- tuvo la arquitectura de Frank Lloyd Wright popularizada por Joseph Eichler. Hoy todos disfrutamos de ese contagio entre genios.

domingo, 18 de agosto de 2013

Master and Commander: armonizar la ilusión con la experiencia

El capitán y el médico son tan distintos que sólo logran armonizarse interpretando a Boccherini. El joven guardiamarina Blakeney (Max Pirkis), encarna la esperanza de aunar en un solo líder los rasgos de los dos protagonistas.

Una de las virtudes que más me atrae es la diligencia. No tiene demasiada fama y, sin embargo, es una de las siete virtudes que la Iglesia católica opone a los pecados capitales, así que debe de ser importante. En concreto, la diligencia se opone a la pereza. Viene del latín diligere, y puede traducirse por amor o, más precisamente, por el esmero y el cuidado en ejecutar algo. Solemos decir que una persona diligente actúa prontamente, lo cual es cierto, si con ello no queremos decir que actúa demasiado rápido. La persona diligente actúa con el ritmo preciso que requiere cada realización concreta.

viernes, 16 de agosto de 2013

Somos enanos encaramados a hombros de gigantes

Laberinto de la Catedral de Chartres
Canciller de la catedral de Chartres a principios del siglo XII, ejerció allí su magisterio de Teología y Filosofía. Fue maestro de universidad medieval antes de que existieran las universidades. Hombres de todas partes del continente recorrían los peligrosos caminos de Europa en busca de Bernardo de Chartres, aquel que enseña lo que aprendió de su Maestro: esa Verdad que hace libres (Jn 8, 32). Bernardo gustaba de leer a los clásicos, pues el trato con ellos ilumina nuestra inteligencia y ensancha nuestro corazón. Sintetizaba su pretensión en esta genial frase: «Somos enanos encaramados a hombros de gigantes. De esta manera, vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda sino porque ellos nos sostienen en el aire y nos elevan con toda su altura gigantesca».
[«Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea», en Melalogicon III, 4, obra de su discípulo Juan de Salisbury].
Semejante afirmación, que no parece ser sino una metáfora, encierra muchas lecciones:
  • Nos revela la humildad intelectual propia de un auténtico maestro: cuando leemos a los clásicos, debemos reconocerles como gigantes y sabernos enanos.
  • Nos invita a dialogar con los grandes, a «escuchar con los ojos a los muertos» (que diría Quevedo), pues si queremos afinar nuestra mente y fortalecer nuestro corazón, no hay mejor modo de hacerlo que arrimarse a quienes tienen una inteligencia fina y un corazón fuerte.
  • Nos enseña el secreto del aprendizaje: antes de juzgar, debemos ver lo que vieron los grandes y, al ver lo que vieron varios de los grandes y sumar su mirada a la nuestra, lograremos ver más y más lejos que ellos.
  • Nos recuerda que todo aprendizaje es fidelidad y diálogo con la tradición: si queremos que cada generación supere en conocimiento a la anterior, tendrá que asumir y situarse a la altura donde llegó la anterior. Si pretendemos rehacer siempre el conocimiento al margen de nuestros mayores, nunca seremos más que enanos.
La frase de Bernardo de Chartres cobró tal fortuna que la repitieron después otros grandes, especialmente físicos como Isaac Newton y Stephen Hawking. Debemos al sociólogo Robert K. Merton una indagación a fondo sobre el tema en su libro A hombros de gigantes (1990).

miércoles, 14 de agosto de 2013

Toda vida creativa es fruto del asombro

Musculatura de brazos y vasos, ilustración tomada
de los cuadernos de Leonardo va Vinci.
«La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentido del misterio. En él se encuentra la semilla de todo arte y de toda verdadera ciencia. El hombre que ha perdido la facultad de maravillarse es como un hombre muerto, o al menos ciego», escribió Albert Einstein. En este sencillo texto, el genial físico ha sabido vincular la experiencia de maravilla o asombro (subjetiva) apropiada para penetrar en la dimensión misteriosa (pero objetiva, aunque esta terminología es engañosa) de la realidad.

Esta capacidad de admirarse es propia del artista y el científico geniales, pero también de todo ser humano que alguna vez fue niño y que no ha matado aquella actitud fundamental que nos abre al mundo como un regalo, una aventura y un misterio. Toda vida creativa, sea de un hombre de fama o de un niño anónimo, es fruto del asombro.

Los filósofos griegos situaban el origen de la sabiduría en una actitud que denominaron thaumazein. Nosotros solemos traducir esa palabra por admiración o por asombro, pero también significa, en algunos contextos, maravilla e, incluso, veneración. Todos estos significados vibran en el interior de la expresión griega y todos ellos son, en diversos contextos y sentidos, origen del pensamiento innovador y de una vida creativa. El asombro nos despierta al misterio luminoso de la vida, al dramatismo de la existencia, nos descubre como protagonistas de una aventura arriesgada y retadora, siempre nueva.

Sin asombro, permanecemos encarcelados en el sueño de las sombras, las apariencias y las opiniones (la doxa), caemos en la rutina, en lo siempre igual, todo nos parece seguro y acabado, evidente, sencillo, neutral… y nada nos libera de lo ya dado, sabido o hecho. Ponemos el piloto automático y toda novedad, todo acontecimiento, quedan relegados a un funcionamiento mecánico que asfixia nuestra condición personal. Nosotros mismos podemos volvernos extraños, extranjeros en nuestra propia casa, trabajo y vida.

lunes, 12 de agosto de 2013

La responsabilidad exige creatividad; y viceversa

Sebastião Salgado, Discusión entre mineros y policía militar, Brasil, 1986. ¿Un fotógrafo creativo o responsable?
En algún lugar del camino hemos perdido el sentido original de esta hermosa palabra: responsabilidad. Es mencionarla y cae sobre nosotros un peso de sombra, tristeza, carga, ataduras, aburrimiento y muerte. Como si la responsabilidad nos quitara la vida, como si ser responsables implicara matar nuestros sueños, renunciar a la creatividad y la libertad. Ocurre a la inversa con el concepto de creatividad. Esa palabra talismán de nuestro tiempo parece sinónimo de ruptura, de independencia, de diversión, de no preocuparse por las consecuencias... hasta el punto de que parece un campo reservado para unos pocos con mucho genio y poco sentido de la responsabilidad. Ambas concepciones no sólo son insuficientes, sino que impiden la comprensión y el desarrollo auténtico ellas en nosotros.

Empecemos por la responsabilidad. Parece que sólo han sobrevivido dos significados para esta palabra (los dos más utilizados por el pensamiento moderno): el primero, responsabilidad como deuda o culpa que debe ser satisfecha; el segundo, responsabilidad como cumplimiento estricto y preciso de una ley, norma o procedimiento. Ambos sentidos tienen que ver con la responsabilidad pero, aun bien entendidos, son sólo el aspecto más superficial de la misma y pueden esconder, en el fondo, una irresponsabilidad radical que ahoga lo más propiamente humano. Entroncar la cuestión de la responsabilidad en lo específicamente humano exige reconocer en el hombre la capacidad de responder desde sí mismo, originalmente y del mejor modo posible a los retos que en cada instante le plantea la vida.

jueves, 8 de agosto de 2013

Cómo sacar el genio que llevamos dentro

Retrato de Alberto Giacometti, por Henri Cartier-Bresson.
Existen los grandes genios, pero existe también una genialidad personal que es propia de cada uno, aunque no todos alcanzamos a descubrirla y, menos aún, a desarrollarla. ¿Qué necesitamos para desplegar nuestro genio personal?

La respuesta inmediata, e inmadura, es que necesitamos muchas cosas de las que carecemos. Quizá un espacio adecuado. O tiempo. O materiales. O formación. O un libro. O… así, hasta el infinito. De esta forma, tenemos dos alternativas:

a) renunciar lastimeramente a nuestro genio personal; o
b) desarrollar la obsesión perenne por conseguir cosas, cada vez más cosas, porque nunca tendremos las suficientes y, cuantas más tengamos, más carencias descubriremos que es necesario cubrir para llegar a ser nosotros mismos.

Entonces, ¿qué necesitamos para desplegar nuestro genio personal? Tal vez basta tomarnos en serio eso que nos falta, para suplir esa carencia exterior con nuestra propia vida interior. Lo expresó con genial sencillez Jean Guitton: «Siempre que reemplazamos algún objeto por una ayuda venida de nuestro propio fondo estamos en el camino de la renovación de sí y del mundo».

Cuando repasamos vidas inspiradoras, sean más o menos famosas o desconocidas, descubrimos que lo que hizo aflorar su genio personal no fue lo que tuvieron, sino aquello de lo que carecían. No buscaron suplantar esas carencias acumulando cosas, sino buscando en ellos mismos los recursos interiores desde los que ofrecer una respuesta comprometida -no una solución fácil- a sus dificultades. El propio Jean Guitton dice que aprendió mucho de sus peores profesores. Me viene ahora a la mente la carrera de obstáculos que fue la vida de Steve Jobs, pero también la de estos discapacitados que renuevan la belleza de la danza. Es impresionante el testimonio que nos relata Tim Guènard en Más fuerte que el odio. Pienso en el impacto que me provocaron las declaraciones del escultor Alberto Giacometti, quien entregó su vida a la escultura porque era la única de las Bellas Artes que no entendía. Y murió esculpiendo, según él, sin haber entendido apenas nada (creo que resulta divertido subrayar que en 2010 se subastó en Londres una escultura de Giacometti por 74,2 millones de euros).

miércoles, 7 de agosto de 2013

Relojes de 10 segundos: el tiempo y la creatividad


«Nuestros clientes quieren que trabajemos más en menos tiempo. ¿Cómo podemos hacerles entender que para desarrollar ideas más creativas y eficaces necesitamos invertir más tiempo? Les enviamos este vídeo para mostrarles cómo trabaja la creatividad».

Para ilustrar el vínculo entre creatividad y tiempo invertido, los responsables de este vídeo buscaron a las personas con mayor talento no reprimido en el mundo: los niños. Les mostraron un sencillo dibujo de un reloj y les pidieron que lo copiaran en 10 segundos. Los chicos se aplicaron de inmediato, pusieron todas sus capacidades e interés en orden al tiempo del que disponían y completaron el reto a la perfección. Al finalizar los diez segundos, cada niño entregó un reloj. Todo el mundo estaba satisfecho: el profesor tenía sobre la mesa más de 20 relojes dibujados en tan solo 10 segundos. Eran, además, buenas copias del modelo original.

lunes, 5 de agosto de 2013

Vivir el presente de forma extraordinaria; o carpe diem, porque tempus fugit

Robin Williams interpreta al Sr. Keating 
en El club de los poetas muertos.
Vivir el presente, carpe diem, es una expresión tan tópica como poderosa que ha sido utilizada para defender una tesis y su contraria. En sentido estricto, la afirmación encierra una tautología: lo único que podemos vivir es el presente. El pasado o el futuro sólo los vivimos en cuanto que nos los hacemos presentes, aquí y ahora.

Por otro lado, carpe diem es una expresión de la que se ha abusado para menospreciar el valor del pasado y del futuro. En realidad, el hombre sólo puede vivir la plenitud del presente en cuanto que hace pie en el pasado y se proyecta hacia el futuro. Cualquier otra forma de vivir el presente, de carpe diem, es imperfecta: sin pasado, el presente carece de identidad y sustento; sin futuro, al presente le falta densidad y sentido. Sólo cuando acudimos al pasado o al futuro como evasión, entonces sí, éstos dejan de alimentar el presente para matarlo.

Sería muy sugerente revisar desde esta óptica (la adecuada relación entre pasado, presente y futuro) toda la película de El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989). Desde la propuesta pedagógica del colegio a la del profesor Keating, pasando por el modo en que los alumnos entienden (o desquician) ambos planteamientos.

Ese latinajo del carpe diem no pretende situarnos en un tiempo distinto del que nos toca, ni tampoco menospreciar el valor del pasado o del futuro. Es más bien una exhortación, una llamada a aprovechar al máximo nuestra vida. No elegimos el tiempo que nos ha tocado vivir; pero sí elegimos qué hacer con el tiempo que nos es dado, le dice Gandalf a Frodo precisamente cuando el hobbit deseaba huir del presente. «Pero yo te digo que cualquier oficio se vuelve filosofía, arte, poesía, invención, cuando el trabajador entrega a él su vida», decía Eugenio D'Ors en otro contexto, para subrayar algo muy parecido: si vivimos con plenitud cada momento de nuestra vida, desterraremos el aburrimiento y todo será aventura.

jueves, 1 de agosto de 2013

Cómo transformar la melancolía en una fuerza espiritual y creativa

Edward Hopper, Excursión a la filosofía, 1959.
La melancolía, como en su día dijimos de la rebeldía, es una de esas pasiones ambivalentes que la mentalidad moderna no ha sabido comprender bien, tratando de extirparla del alma como si fuera algo con lo que es mejor no contar. Pero ambas cuentan, y mucho, como fuerzas que pueden orientar nuestra vida no sólo hacia la frustración, sino también a la plenitud.

Quien padece melancolía –la expresión es a un tiempo justa y provocadora- sufre una tensión constante entre la realidad que vive y un anhelo de excelencia. Romano Guardini escribió en sus Apuntes para una autobiografía que la melancolía es el lastre que da a la embarcación su calado. Sin ella, es fácil instalarnos en la superficie de la existencia; es difícil vivir con hondura.

martes, 30 de julio de 2013

Que la palabra sea acción y la acción, palabra

Martin Luther King, East News PPCM, 1966. ¿Hombre de palabra u hombre de acción?
«Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus actos», reza una expresión medieval. Con ello, denuncia la hipocresía, pero nos recuerda también algo importante: palabra y acción, en el ser humano, deben ir de la mano. Un buen ejemplo es el de Martin Luther King: ¿Fue un hombre de palabra o un hombre de acción? Decir que fue las dos cosas es verdad, pero no es todavía suficiente. No sólo es que dijera cosas y que, además, hiciera cosas. Es que sus palabras fueron una acción muy poderosa... y sus actos fueron más locuaces que los de innumerables otros.

La mentalidad moderna, de marcada actitud analítica, ha separado casi todos los órdenes de la vida. Analizar (dividir un todo en sus partes) es necesario para conocer; pero si luego no rehacemos el todo, quedamos desquiciados. Así ha ocurrido con el par de conceptos palabra-acción. Hoy parecen contrapuestos. Sin embargo, una y otra son realidades que, en cuanto humanas, resultan inseparables.

Los antiguos sabían que la palabra es una forma de acción. Muchos pensaban, incluso, que es la acción más propiamente humana, pues nos distingue de los animales. Éstos pueden ser más rápidos, más eficaces, más peligrosos, mejores supervivientes… y se comunican mediante un código infalible, unívoco, claro, sin posibilidad de error. Pero su código no es palabra. No es creativo, no inaugura mundos de posibilidades insospechadas, no crea cultura, ni ciencia, ni historia. Su palabra no es como la del hombre que «tiene palabra» (Aristóteles, Política, I), es decir, que es capaz de prometer y cumplir su promesa, de anticipar el futuro desde el presente. Mediante la palabra, y en diálogo, los hombres discernimos lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, lo conveniente y lo inconveniente y, de ese modo, fundamos la convivencia familiar y social, la amistad y el amor. Mediante la palabra vinculamos pasado, presente y futuro, tiempo y eternidad, burlando las exigencias del cronómetro. Por eso conviene recordarnos a nosotros mismos que las palabras no son sólo palabras, sino acción.

lunes, 29 de julio de 2013

La escucha y el silencio: una conquista personal

Robert Doisneau, La jauría, 1969.
Karl Jaspers describió en los años 50 una paradoja dramática: vivimos en la sociedad de la comunicación y los transportes… pero nos encontramos más solos e incomunicados que nunca. Tal vez porque confundimos la emisión y recepción de estímulos comunicativos con la verdadera comunicación. Los carteles de la ciudad, la radio, la televisión, el cine, los anuncios en todos los formatos y lugares, el mundo a un clic en el Smartphone, el aislamiento musical o telefónico de los auriculares… todo este universo de estímulos nos envuelve las 24 horas del día.

Los efectos que se derivan de esta forma de estar en el mundo son muchos y de toda índole. Muchos pueden estudiarse desde fuera, pero los que nos importan aquí son los de dentro. ¿En qué medida el mundo en que estamos sumergidos, del que no podemos escapar (del mismo modo que el pez no puede vivir fuera del agua) afecta a nuestro desarrollo personal y a nuestras relaciones con el mundo y con las otras personas?

Frente a un mundo cargado de estímulos externos, nuestra reacción instintiva (como demuestran los trabajos de campo) es doble. Por un lado, somos llevados a la pura exterioridad. Saltamos constantemente de un estímulo a otro, de un espectáculo a otro, de una llamada de atención (visual, sonora, táctil, interactiva…) a otra, de una experiencia efímera y de consumo fácil a la siguiente. Por otro, buscamos protegernos del exceso de estímulos, hacemos callo en nuestra mirada y nuestro oído, lo insensibilizamos para protegernos del estímulo siguiente… hasta pasamos las páginas del periódico sin ver o registrar los anuncios. Nos protegemos de los estímulos desarrollando nuestra insensibilidad hacia ellos (especialmente a los más discretos) y los generadores de estímulos se ven forzados a aumentar la carga espectacular de sus mensajes (más ruido, más alto, más visual, más atractivo, más grande, más provocador, más hiriente, más invasivo).

sábado, 27 de julio de 2013

«Oiga doctor, devuélvame mi rebeldía»

Retrato de Joaquín Sabina fumando, Fb oficial.
Aunque sea hacerle de menos como músico, hay que subrayar la fuerza de Sabina como poeta. Una de sus letras, Oiga doctor, me inspiró este Crear en uno mismo. En aquella canción, Sabina se queja de su felicidad y le pide al doctor que le devuelva su frustración, su fracaso, su rebeldía, su pasión. Sin ellas, ya no es él mismo, sino sólo su «caricatura». ¿De veras quiere convencernos Sabina de que la rebeldía forma parte esencial de la vida creativa?

Con su genial ironía, Sabina juega con el doble sentido de algunas palabras que normalmente asociamos a algo malo, y que él demanda como las auténticamente humanas. Objetivamente hablando, nadie puede desear el fracaso, el dolor, la depresión o la frustración. Sin embargo, cuando esas pasiones no nos dominan no sólo no son algo malo, sino que manifiestan dos cosas muy buenas. La primera, que estamos vivos; la segunda, que soñamos con algo mejor de lo que tenemos.

Sabina dice: «Oiga doctor, que no escribo una nota desde que soy feliz»; y esa noticia es habitual entre los creadores. Recuerdo que Juan Manuel de Prada me dijo una vez que es la «insatisfacción» el motor de todo artista, y que un artista satisfecho carece de motivos para escribir. Gregorio Marañón sostiene que la rebeldía es la virtud por excelencia de la juventud. Pero no una rebeldía sin causa, sino la rebeldía como «esa generosa inadaptación a las imperfecciones de la vida» que lleva a los jóvenes a luchar por un mundo más justo.

jueves, 25 de julio de 2013

Encuentra tu tribu, porque sólo crecemos en comunidad

Alex Katz, Ives.
«Encuentra tu tribu» es un consejo que ha popularizado Ken Robinson en el ámbito educativo (Cf. El Elemento), pero es también un mantra típico para el desarrollo de equipos creativos. Parece un descubrimiento actual, importado del continente africano («Hace falta toda una tribu para educar a un solo niño») y, sin embargo, es una idea clásica en Occidente, sólo eclipsada por el individualismo de los últimos siglos. ¿Por qué necesitamos encontrar nuestra tribu? ¿Para qué la queremos? ¿Es realmente importante para nosotros tener una tribu?

Recuerdo la sorpresa que causó en mis alumnos de Bellas Artes (una de esas profesiones lastradas por un individualismo exacerbado) leer el primer consejo que ofrece el pintor Alex Katz en su aportación a las Cartas a un joven artista: «Pintar es una actividad social y se realiza en comunidad. Encuentra tu comunidad». Algunos de mis alumnos no estaban seguros de entender al pintor y otros discreparon abiertamente de su afirmación. Les pedí que repasaran la vida de sus artistas y pensadores favoritos. Recordaron, por ejemplo, que El Greco debió encontrar Toledo para llegar a ser él mismo. Que Séneca encontró en Lucilio a quien le inspirara una escritura «para los hombres del futuro». Incluso, que Sócrates tuvo en los atenienses, tanto en sus discípulos como en sus verdugos, quienes le hicieron inmortal. El Greco, Séneca, Sócrates (y cada uno de nosotros), fueron los que fueron porque lo fueron cuándo y dónde lo fueron. Parece un juego de palabras, pero en ese preciso sentido es en el que hay que entender la profunda expresión de José Ortega y Gasset «Yo soy yo y mi circunstancia».

martes, 23 de julio de 2013

Viajar despacio para madurar deprisa

Island on lake Superior, Canadá, por Henry LW.
¿Viajar es siempre una experiencia enriquecedora? ¿O acaso hay formas y formas de viajar?

El prestigio que hemos adquirido sobre el gobierno de las cosas nos ha llevado a aplicar esas categorías al gobierno de nosotros mismos. Una de las nuevas pobrezas del Occidente contemporáneo es fruto de haber olvidado esta experiencia: que las reglas del juego que rigen la vida personal difieren de las que regulan el mundo de las cosas.

Aviones, autopistas, trenes de alta velocidad. Vías rápidas y medios de transporte. La misma expresión tiene miga: ya no viajamos, sino que nos transportamos. Nuestro cuerpo es una mercancía que conviene llevar de un sitio a otro lo más rápida y cómodamente posible. Alguna vez hemos soñado con una máquina de tele-trasportación. Una máquina que nos lleve de casa al trabajo y de la ciudad a la playa en cuestión de segundos. Es el método idóneo para “ahorrar tiempo”. Porque “tenemos menos tiempo que nunca” y “no podemos permitirnos perder tiempo”. Ahora bien: ¿Qué hacemos con el tiempo ahorrado en transportarnos velozmente de un sitio para otro?

Los medievales definieron al hombre como homo viator. Viajero. Peregrino. Entendían que el hombre es, sobre todo, no ya caminante, sino camino. Pero a los hombres de hoy ya no nos interesa el camino, sino los destinos; de tal forma que llegamos sin haber partido. Cuando el vendedor le dijo al Principito que con sus píldoras para la sed se ahorraría 53 minutos a la semana, el Principito respondió: «Si tuviera 53 minutos para gastar caminaría muy suavemente hacia una fuente…» Nosotros no hemos gastado esos 53 minutos, pero hemos convertido la fuente en píldora, de forma que gastamos esos 53 minutos en ir a otros destinos también convertidos en píldoras contra dolencias que no tendríamos si camináramos suavemente hacia una fuente.

domingo, 21 de julio de 2013

La verdad y la alegría

Henri Cartier-Bresson, Rue Mouffetard, 1952.
He aquí un buen consejo en nuestra inevitable tarea de formarnos una opinión acerca de las cosas. No digamos ya cuando, además, debemos actuar o vivir conforme a lo que pensamos y a cómo pensamos: «Nunca creas en una verdad que no lleve consigo, al menos, una alegría». La frase es de Friedrich Nietzsche. A este poeta que le gustaba escribir filosofía a martillazos podemos achacarle contradicciones, exageraciones y diagnósticos equivocados. Sin embargo, un análisis pormenorizado de sus escritos revela su particular genialidad: expresar con brillantez y contundencia las debilidades del pensamiento moderno.

En algún momento de la historia de Occidente la búsqueda de la verdad dejó de ser un anhelo, un misterio y una aventura apasionante. Así la entendieron los griegos. «Todos los hombres desean naturalmente saber», escribió el frío Aristóteles. Así la entendieron los medievales, convencidos de que la verdad nos hace libres y nos salva.

El hombre moderno, sin embargo, convirtió la verdad en una certeza subjetiva del individuo; en la voluntad de poder del gobernante; en un juicio de la razón pura; en una pesada carga del intelectual solitario y apartado de la feliz e ignorante masa. La modernidad separó la verdad de la realidad, la hizo solitaria, dogmática, descarnada, la convirtió en deber y la hizo mortalmente aburrida e inhumana. Eso detectó Nietzsche y, por eso, nos repite: «Nunca creas en una verdad que no lleve consigo, al menos, una alegría».