miércoles, 18 de diciembre de 2013

La «intencionalidad compartida» como «infraestructura» de la comunicación

Edward Hopper, Office at night, 1940.

Michael Tomasello lleva más de 30 años estudiando los procesos cognitivos aplicados al aprendizaje social y los procesos cognitivos comparados (niños y grandes simios). En sus conferencias sobre Los orígenes de la comunicación humana (Katz Editores, Madrid, 2013) plantea que la «infraestructura» básica evolutiva que hace posible la aparición de la comunicación humana supone lo que algunos filósofos de la acción llaman «intencionalidad compartida», que supone la «cooperación» en el contexto de un «nosotros». Esa intencionalidad compartida es uno de los requisitos imprescindibles que nuestra Teoría Dialógica de la Comunicación propone para hacer posible una comunicación auténtica. ¿En qué consiste esto de la intencionalidad compartida?

Lo primero es examinar qué entendemos por intencionalidad. Los filósofos distinguen entre las acciones propiamente humanas –como, por ejemplo, cruzar la calle– y los actos del hombre –como respirar–. Ambos actos, cruzar la calle y respirar, son intencionales, es decir, se dirigen a un fin y tienen sentido, pero sólo el primero es consciente y libre, mientras que el segundo un acto reflejo. Es al primer tipo de actos a los que llamamos acciones humanas, porque son esas las que edifican nuestra biografía, las que tienen carácter dramático, de las que somos responsables.

Esto nos lleva a una primera consecuencia interesante: todos los seres humanos nos expresamos. Ahora bien, que nuestra mera presencia en el mundo exprese algo –como también lo hace la presencia de un árbol o de un libro– no quiere decir, todavía, que nos comuniquemos. La comunicación humana es una acción humana y por lo tanto exige consciencia y libertad. Sólo se da la comunicación allí donde al menos dos personas comparten de forma consciente y libre la intención de comunicarse.

Una última distinción: no es lo mismo la intencionalidad de un acto –que puede ser, como hemos visto, tan inconsciente como el respirar– que nuestras intenciones cuando actuamos –que siempre implican cierta deliberación–. Cuando los hombres cobramos conciencia de nuestras capacidades y posibilidades comunicativas podemos violentar la intencionalidad natural de la comunicación usándola para lograr nuestros intereses particulares… es el mismo tipo de violencia –aunque su alcance sea, obviamente, distinto– que si cobramos conciencia de que respiramos y decidimos dejar de hacerlo: nuestra intención consciente y libre contraviene la intencionalidad natural de nuestros actos. Ese es uno de los temibles poderes de la libertad humana.

Clarificada la cuestión de la intencionalidad, toca abordar qué entiende Tomasello por intencionalidad compartida. Para este investigador, la cuestión central es que el sujeto de esa intencionalidad es un «nosotros». Ya explicamos que el aparecer de la comunicación entre los hombres exige reconocer la presencia del otro. La hipótesis de Tomasello es que tanto en el desarrollo evolutivo del niño (ontogénesis) como en la aparición del ser humano sobre la tierra (filogénesis) ese «nosotros» implica: una experiencia común, un campo conceptual común y una interacción recíproca «mutualista» –al ayudar a otro me ayudo a mí mismo– o «gratuita» –pido algo o aporto algo sin esperar nada a cambio–.

Esa estructura mutualista o de gratuidad, de la que podemos ser más o menos conscientes, es la que sostiene la comunicación y subyace en la mayoría de las instituciones humanas –desde el dinero como un recurso convencional para el intercambio de bienes hasta el matrimonio, pasando por el gobierno, la universidad, etc. Tomasello insiste en que esa estructura sostiene también actividades más simples y cotidianas: admirar juntos un paisaje, construir una herramienta, dar un paseo, participar en un ritual religioso…

¿Para qué nos sirve reflexionar sobre la «intencionalidad compartida»?


Al descubrir que esta «infraestructura cooperativa» está implícita en nuestras interacciones comunicativas comprendemos mejor cómo ocurre el milagro de la comunicación. Sin necesidad de pedir o dar demasiadas explicaciones, colaboramos amablemente con un extranjero que nos aborda en la calle preguntándonos dónde está el Museo del Prado; o el carnicero nos ayuda cuando le pedimos que nos oriente sobre qué y cómo cocinar para 10 invitados; o nos comprometemos con la persona de la que estamos enamorados cuando le proponemos pasar juntos el resto de nuestras vidas. Todas estas situaciones requerirían infinitas explicaciones o negociaciones –y tal vez ninguna fuera suficiente para nuestro último ejemplo– como para funcionar o resultar bien sin esa infraestructura cooperativa latente.

Ahora bien, no todas las situaciones comunicativas se resuelven con facilidad. En muchos casos las intenciones, expectativas, intereses particulares y demás motivaciones no compartidas explícitamente generan ruido y frustran muchos intentos de comunicación. Puede ser necesario no dar por hecho qué significa para nosotros, en casa situación concreta, esa intencionalidad compartida. De esa forma, además de evitar malentendidos, digresiones inoportunas, diálogos de besugos o monólogos entrecruzados, podemos colaborar de forma consciente y creativa en la clarificación de «nuestros» objetivos hasta expresar y participar juntos en una misma misión y visión en torno al proyecto que nos une. En otras notas hemos hablado ya del potencial de Una causa común que nos define y de la importancia de encontrar nuestra tribu, que ahora podríamos definir como nuestra comunidad de referencia en la que compartimos lo que más nos importa.

Finalmente, cobrar conciencia de que la intencionalidad natural que inspira la comunicación es la colaboración nos permite apuntar una cuestión delicada: cuando nuestras intenciones particulares traicionan esa estructura natural hacemos violencia a la situación comunicativa, a las personas con las que nos comunicamos y a nosotros mismos. Violencia no en el sentido de ser agresivos, sino en el sentido primario que esa expresión tiene en nuestra lengua: es violenta la «acción contra el natural modo de proceder». El uso de la comunicación para finalidades no mutualistas o gratuitas, que no buscan el bien del «nosotros» sino el interés particular de algún «yo», es un uso que violenta la intencionalidad originaria de la comunicación. Esta lógica lleva a Tomasello a suponer que «sólo más tarde» apareció una comunicación no cooperativa en la que surgió «el engaño por medio de la mentira».

Las consecuencias terribles del uso violento de la comunicación –del que todos participamos con más frecuencia de la que creemos– llevaron a Marshall Rosenberg a desarrollar su modelo de Comunicación No Violenta, tema que algún día espero compartir contigo.

2 comentarios:

  1. Genial Alvaro, lo tomo como referente para un "post" que estoy desarrollando, sobre los conflictos que surgen entre hombres y mujeres, debido a las diferencias que ambos tienen de comunicarse por los roles tan distintos que durante miles de años ambos géneros han venido desempeñando.
    Gracias
    P

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