viernes, 17 de enero de 2014

La comunicación madura en un clima de veracidad y confianza

Robert Doisneau, París, 1956.
Mientras vigilo un examen final, un alumno levanta la mano: quiere consultarme una duda sobre el enunciado de una pregunta. Camino por la Gran Vía madrileña y dos enormes y jóvenes extranjeros se acercan a mí con un mapa hablándome en algo que suena como el alemán. Tomo una carretera secundaria, con un carril en cada sentido, y un hombre con chaleco amarillo y casco de obrero me indica con una señal de tráfico sostenida por un palo que continúe conduciendo, pero por el carril contrario al sentido habitual. Son tres situaciones comunicativas distintas, reales y cotidianas. En los tres casos, la confianza mutua y la veracidad de todos los sujetos implicados resulta crucial para el éxito de la interacción.

El ser humano está dotado de una intimidad que se manifiesta en su cuerpo: en lo que hace y en cómo lo hace, en lo que dice y su timbre y su ritmo, en sus ojos y su mirada, en los gestos y la fisonomía de su rostro. Cuando se comunica –sea por el medio que sea–, puede articular su expresividad respetando esa interioridad o tratando de ocultarla; puede tratar de mostrarse como es… o como no es. Que haga lo primero o lo segundo no es sólo una cuestión de veracidad o autenticidad personal. Es también una cuestión de confianza.

¿Qué significa ser veraces?


Cabe entender la veracidad en tres sentidos; y los tres son comunicativamente relevantes. El primero tiene que ver con lo dicho, con el contenido de la comunicación. Se expresa con veracidad quien manifiesta abiertamente su grado de convicción con respecto de lo que dice y es capaz de justificar esa convicción. Es veraz quien reconoce dudas cuando duda; y quien está seguro y es capaz de expresar por qué, cuando está seguro. En este sentido, la veracidad con el otro presupone la honestidad con uno mismo: revisar nuestras propias convicciones y ser capaces de distinguir entre nuestras conjeturas y opiniones y nuestras auténticas certezas. Paradójicamente, el compromiso de nuestra palabra para el otro nos obliga a revisarnos a nosotros mismos. Sin embargo, expresar alguna verdad no es todavía condición suficiente para ser veraces. ¿Qué perseguimos cuando decimos alguna verdad? ¿Cuál es nuestra intención?

Aparece, inmediatamente vinculado a lo anterior, un segundo sentido: la veracidad tiene que ver con la intención por la cual nos comunicamos. Comprender a alguien implica no sólo comprender lo que dice, sino también el sentido por el que lo dice, el para qué, su intención y finalidad. La finalidad habitual de la comunicación busca entendimiento, comprensión y colaboración entre quienes se comunican. Eso presuponemos en los tres casos con los que abría esta nota y, sin embargo, pueden estar traicionando nuestra suposición. Por ejemplo: el alumno tal vez me pregunte por una duda real... pero no con ánimo de que yo se la resolviera, sino de distraer mi atención para que otro alumno que quede a mis espaldas pueda copiar; o para hacer llegar su pregunta, mediante un micrófono-receptor oculto en su oído, a un compinche que le dictará una respuesta por ese mismo dispositivo. Por lo tanto, aunque el contenido de la expresión del alumno se ajusta a su situación real, su intención, oculta e inconfesable, introduce una falsedad que enturbia nuestro encuentro. No basta decir verdades para ser veraces.

Finalmente, podemos hablar de veracidad en un tercer sentido más radical que los anteriores en cuanto que el contenido y la intención radican o se anclan, en última instancia, aquí. En este plano, somos veraces cuando nos expresamos de tal forma que nos presentamos mostrando quiénes somos, sin merma ni desviación. Al comunicarnos, manifestamos un modo de ser que es reconocido y tematizado por el resto de los interlocutores hasta el punto de que ellos, legítimamente, esperan encontrar de nuevo eso mismo en sucesivas comunicaciones o encuentros con nosotros (Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana, 1959). Cuando los otros van confirmando que somos como manifestamos ser, vamos acumulando un crédito que puede sustanciarse en confianza.

martes, 7 de enero de 2014

¿El arte crea la realidad? 'Un roble' de Michael Craig-Martin

Un roble (An Oak Tree), de Michael Craig-Martin, 1973.
Michael Craig-Martin (Dublín, 1941) es un artista conceptual cuya obra más significativa es, quizá, Un roble (An Oak Tree), reproducida junto a estas líneas. En la parte superior de la imagen verás el roble, sí, eso que a nuestros ojos aparece como un vaso de agua. El texto en rojo sobre blanco es también parte de la obra. Consiste en una supuesta entrevista de alguien que quiere comprender la obra –y formula preguntas– al artista, que trata de explicarse en las respuestas. Cada uno de nosotros podemos ser quien pregunta… y debemos tratar de comprender las respuestas de Craig-Martin. En eso consiste el juego al que nos invita la obra.

Como pensé que no tendrías una lupa a mano, he transcrito el texto más abajo, en su versión original y en una traducción propia. También puedes visitar la web de Michael Craig-Martin, en la que tienes fotos del vaso y del texto a muy buena resolución.

[Actualización 26-01-2016: Me escribe Kristen, desde Artsy.net, para presentarme su proyecto y pedirme que enlace este artículo a la Artsy's Michael Craig-Martin page, cosa que hago encantado. Firma su mail con una cita de Craig-Martin que reproduzco: «The art world, of all worlds, has room for everyone»].

Suelo proponer el disfrute de esta obra a mis estudiantes de Bellas Artes y Diseño de la Universidad Francisco de Vitoria, en nuestra asignatura de Filosofía Aplicada. Como artistas, nos enfrentamos a Un roble porque esta obra ilustra lo esencial del arte contemporáneo, aquello que es aplaudido por algunos y que cumple buena parte de lo que otros llaman los pecados capitales del arte contemporáneo. Como universitarios, nos interesa forjar un pensamiento crítico, y eso pasa por comprender los diversos planteamientos que, sobre el tema del arte, de la verdad y de la verdad del arte nos hemos planteado a lo largo de la historia. Lejos de desentrañar Un roble, me limito a exponer algunas claves para los debates que pretendo suscitar.

domingo, 5 de enero de 2014

Carta a los Reyes Magos: «Me pido…» una vida transfigurada

Viaje de los Reyes Magos, James Tissot, 1894.

Requiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000) es una película demasiado dura para recomendarla, pero me enseñó algo importante: ten cuidado con perseguir sueños equivocados, porque puedes alcanzarlos. Conociendo los poderes legendarios de los Reyes Magos y teniendo el consejo de Aronofsky presente: ¿Qué podemos pedir a los sabios de Oriente? Sin duda, muchas “cosas”, y algunas de ellas no caben en una caja: deseos, ilusiones, proyectos...

Irene Vázquez Romero escribió en el Adviento de 2012 una carta a los Reyes Magos en la que pedía algo enorme. Sin duda, lo más valioso que podemos lograr cada uno de nosotros: una vida transfigurada. Podríamos decir: una vida nueva si eso no significara, casi automáticamente, un rechazo a la vieja. No es eso. Una vida transfigurada es una vida en la que todo, TODO, adquiere ya pleno sentido y por lo tanto es rescatado, salvado. Lo pasado, lo presente y lo futuro; esta vida y la otra; lo material y lo espiritual; lo dulce y lo amargo; lo lejano y lo próximo; el extraño y el prójimo.

Una vida transfigurada es la aventura que estrena Frank Galvin (Paul Newman) en Veredicto final (Sidney Lumet, 1982) cuando pronuncia, por vez primera con temor y temblor: «Soy su abogado». Una vida transfigurada es lo que logra en sí misma y en los otros la pequeña Momo con su forma de escuchar. Una vida transfigurada es lo que eclosiona en Helen Keller cuando recibe el regalo del lenguaje. Una vida transfigurada es la que relata el piloto cuando renuncia a sus seguridades vitales para acompañar al principito hacia una fuente cuya agua «es buena para el alma». Una vida transfigurada, en su sentido más radical, es la que nos propone el Rey del Universo al nacer en un pesebre en la escondida ciudad de Belén. Como los Reyes Magos intuyeron esa grandeza y se dejaron transfigurar por ella, pueden mediar para nosotros. Podemos pedírsela. Se la pidió Irene y creo que le fue concedida.

miércoles, 1 de enero de 2014

El diálogo: la aventura por un «logos compartido»

Antiguas bicicletas, Art Postman.
Cuando alguien pronuncia la palabra "bicicleta", nuestra memoria
recupera un concepto o imagen mental asociado a nuestras
experiencias pretéritas con bicicletas reales o representadas por otros.
«Supongamos, por ejemplo, que tú y yo estamos caminando hacia la biblioteca y que, de repente, yo te señalo unas bicicletas apoyadas contra la pared del edificio. Muy probablemente, me dirás: “¿Qué pasa?” [...] Sin embargo, si algunos días antes te peleaste con tu novio de manera especialmente desagradable y los dos conocemos este hecho y, además, una de las bicicletas es la del susodicho –cosa que también reconocemos los dos-, entonces el mismo gesto de señalar, en la misma situación física, puede querer decir algo muy complejo como, por ejemplo, “tu ex novio está en la biblioteca (de modo que mejor no entremos)”. Por el contrario, si una de las bicicletas es la que te robaron no hace mucho y los dos conocemos este hecho, el mismo gesto de señalar tendrá un significado totalmente diferente. También podría suceder que nos hubiéramos preguntado el uno al otro si la biblioteca estaría abierta tan tarde, y entonces mi gesto de señalar la presencia de muchas bicicletas en el exterior indicaría que sí está abierta» (Michael Tomasello, Los orígenes de la comunicación humana, Katz Editores, Madrid, 2013, p. 14).

¿Cómo es posible que un mismo gesto, el de señalar una determinada realidad física, pueda significar cosas tan distintas y, sin embargo, la comunicación –salvo en el primer caso– resulte clara y efectiva? Algunos autores dirán que esto se debe al contexto físico. Y es verdad. Toda comunicación se da en un contexto concreto, y sin él, no comprendemos nada. Sin embargo, en estos ejemplos el contexto espacio-temporal es exactamente el mismo. Es otro tipo de contexto el que hemos sido capaces de poner en común para que ese gesto logre su sentido comunicativo. El contexto común que resultaba necesario es el de una experiencia previa que ya habíamos compartido -“la pelea con el novio” o “el robo”- y que habíamos interpretado más o menos de forma similar –“no te apetece en este momento ver a tu ex novio “ o “quieres recuperar tu bicicleta”-. Es decir, para que ese gesto mío de señalar la bicicleta adquiera pleno sentido, y yo debemos:
  1. Hacernos cargo de la realidad que estoy señalando,
  2. interpretar por qué eso que estoy señalando es significativo para nosotros y 
  3. comprender el gesto mío como el medio expresivo por el cuál te quiero compartir mi interpretación sobre esa realidad.
Los griegos tenían una expresión para referirse a estas tres cuestiones: logos. El logos remite, en su sentido más fuerte, al «orden y sentido de la realidad». En un segundo sentido, los griegos llamaron logos al «orden y sentido de nuestro pensamiento», en la media en que este es capaz de interpretar adecuadamente el logos de lo real. De ahí que hoy llamemos a algunas ciencias bio-logía, zoo-logía, teo-logía, etc. Por último, logos significaba también para los griegos «orden y sentido de nuestra expresión», y puede usarse como sinónimo de «palabra», «verbo» o «discurso».

viernes, 27 de diciembre de 2013

Los «innumerables otros» que llevamos dentro

Notas para un autorretrato (Álvaro Abellán).
Mi amigo Salvador me habló el otro día de «los innumerables otros, que decía Irene». Es verdad que Irene quería escribir sobre los innumerables otros de C. S. Lewis, aquellos a los que el escritor debía en buena medida el llegar a ser quien había llegado a ser, algunos de los cuales eran amigos notables y otros, admiradores con quienes el autor se carteaba. Lo que supongo que Salvador no sabía es que esa expresión la tomó Irene de mí.

El caso es que no tengo ningún derecho a reclamar la autoría porque, aunque llevo años hablando de los innumerables otros que llevo dentro, el otro día re-descubrí de quién la tomé yo. Al ver el texto –pero sólo después de verlo– caí en la cuenta de que debo esa genial expresión a mi querido Benedetti. Ahí no acaba la cosa: don Mario reconoce su deuda con Fernando Pessoa. Y aquí, ya sí, pierdo el rastro. Fernando->Mario->Álvaro->Irene->Salvador. Con dos rupturas ya subsanadas en este camino... y cuánto invisible e irrecuperable habrá pasado antes, después y durante esta cadena causal que ahora hemos señalado.

El contenido de la expresión «innumerables otros» sufre diversas mutaciones al ser asimilado por cada uno de nosotros. En Pessoa el drama está en afirmar su voz y callar al resto, en tratar de ser él mismo. Benedetti, a pesar del caos y las peleas que eso conlleva, agradece -con su ironía- la presencia de sus «innumerables otros», gracias a los cuales no se queda «solitario y poquito». Irene me tomó prestada la idea en el sentido que ya te he contado. Aún debo entender mejor de qué habla Salvador.