miércoles, 28 de agosto de 2013

La resiliencia: de Tim Guènard a la Pantera Rosa

A los tres años, su madre lo ató a un poste eléctrico y lo abandonó en medio del bosque.
A los cuatro, dormía desnudo en la caseta del perro.
En su quinto cumpleaños, su padre le pegó una paliza desfigurándole el rostro y partiéndole las piernas.
A los siete ingresa en un orfanato, donde es maltratado por la institución.
En su noveno cumpleaños fracasa en su ya reincidente intento de suicidio.
A los 11 es acusado falsamente de incendiar un granero e ingresa en un correccional, del que se fuga con 12.
A los 13 es violado por un glamouroso hombre parisino.
A los 14, analfabeto, sin educación ni familia, empieza a prostituirse en Mont-Parnasse.
¿Qué será de él dentro de unos años?
¿Qué esperanza de vida -parece risible hablar de “futuro”- le damos?

Esta historia me viene a la cabeza siempre que algún alumno de 18 años que estudia en una universidad privada viene a contarme lo mal que le trata la vida. Sus obligaciones, lo aburrido de las asignaturas, la cantidad de trabajos de clase a los que debe enfrentarse, el suspenso de turno, la poca pasta que tiene para salir los fines de semana u organizarse viajes con sus amigos.

Lo que me llama la atención de estos alumnos no es que se sientan abrumados por los retos que les plantea su vida. Cada sufrimiento es el de cada uno y toda comparación entre sufrimientos es injusta. Cualquier vida, cualquier circunstancia, es susceptible de ser percibida como una difícil aventura. El mero hecho de existir y estar vivos es ya una experiencia que debería sorprendernos y sobrecogernos siempre. Lo que me llama la atención es que afrontan esa situación como marionetas del destino, como esclavos de una situación que parecen no haber elegido y que les pesa demasiado.

lunes, 26 de agosto de 2013

«Quiero piratas, no marines»

Restos del submarino Kursk, una vez rescatado del fondo de océano.

«13:5…h. Está demasiado oscuro para escribir aquí, pero trataré de hacerlo a ciegas. Parece que no hay ninguna posibilidad, o un 10 o un 20 por ciento. […] Hola a todos, no desesperéis».

Son las últimas palabras anotadas por el teniente capitán de Navío Dimitry Kolesnikov a bordo del submarino hundido Kursk. La nota recoge la altura moral con la que aquel soldado afrontó sus últimos minutos, debatido entre la escasa esperanza de un rescate incierto y la casi certeza de que moriría encerrado en un casco metálico en las profundidades del océano.

Esas fatídicas palabras están grabadas en la memoria muchos marinos. Geordie Bunting, de la Marina Real Australiana, recordó la nota cuando el agua empezó a entrar por el caso de la sala de máquinas del Dechaineux. En sólo 10 segundos el agua comenzó a zarandearle de un lado a otro –como si estuviera en una lavadora- y supo que nadie (salvo ellos mismos) podría hacer nada por salvarlos. En la sala de arriba, varios marineros cerraron las entradas de agua accionando un control de emergencia, mientras que otros corrieron hasta la sala de motores y cogieron a Geordie de las solapas, casi inconsciente, justo a tiempo para cerrar la esclusa y aislar la sala.

sábado, 24 de agosto de 2013

El anillo del talento

Sema, danza-meditación sufí de los derviches turcos. 
Foto tomada del Espacio Ronda.
Alberto Sánchez-Bayo recoge en su Arqueología del talento / En busca de los tesoros personales (ESIC Editorial, Madrid, 2007, 2010) un relato sufí que quiero compartir contigo:

Un joven acude apenado a un maestro: “Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto”. El maestro, lejos de consolarle, le da su anillo y le pide que acuda al mercado para venderlo, pero que no acepte por él menos de una moneda de oro. El joven, por un lado, se siente contrariado, porque el maestro también le ha ignorado. Por otro, como quiere agradarle, trata de cumplir su cometido. Una vez en el mercado, no consigue que nadie pague una moneda de oro, por lo que regresa abatido junto al maestro y le cuenta lo sucedido: “No conseguí engañar a nadie sobre el verdadero valor del anillo, nadie va a pagar una moneda de oro”. El maestro le dijo: “Debemos saber el verdadero valor del anillo”. Entonces le mandó a un tasador de joyas con la orden de no venderlo le ofreciera el joyero lo que le ofreciera. “Dile al maestro, muchacho –respondió el joyero después de examinar el anillo- que si lo quiere vender ahora mismo, no podía darle más de 58 monedas de oro… aunque, con el tiempo, quizá podría ofrecerle 70…”

Como todo relato sufí, su lectura ofrece reflexiones diversas y en múltiples niveles. Hoy me interesa una especialmente dialógica: todos guardamos un valor inconmensurable dentro de nosotros. Todos tenemos dones y talentos personales que nos hacen únicos e irrepetibles. Pero este valor no aparece con claridad a los ojos de todo el mundo y, si los demás no lo ven en nosotros, lo habitual es que este talento se marchite, se cierre sobre sí mismo, se esconda… lo que nos puede llevar a pensar que apenas valemos nada. En primer lugar, porque a nosotros nos es difícil reconocer nuestros talentos si nadie nos los indica. Son tan nuestros, que no nos parecen nada del otro mundo. En segundo lugar, porque los talentos y dones sólo crecen cuando se comparten, cuando los ofrecemos y son recibidos y acogidos por otros.

Para que nuestros talentos crezcan en nosotros mismos es necesario que otros los reconozcan y nos dejen ponerlos en juego. Si un día hablamos de la necesidad de rodearse de los mejores (porque nos contagian su grandeza) hoy recordamos que debemos rodearnos de los que nos hacen mejores: aquellos capaces de reconocer, acoger y potenciar nuestros talentos y capacidades, porque los dones y talentos personales son semillas que necesitan un terreno fértil más allá de nosotros mismos y cuyo rostro podemos reconocer en innumerables otros. Pocas personas sabrán reconocer tus talentos. Encontrar quien los descubra en ti es un regalazo fundamental para toda la vida.

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Este artículo, ahora revisado e incorporado a la serie #Crear en uno mismo, apareció publicado por vez primera en LaSemana.es.

jueves, 22 de agosto de 2013

Las leyes de la simplicidad

Piet MondrianComposición con plano rojo grande, 
amarillo, negro, gris y azul, 1921.
La vida actual es tan compleja que apenas comprendemos el funcionamiento de los objetos que usamos a diario. ¿Quién de nosotros sabría fabricar un móvil? ¿Quién es plenamente consciente de lo que significa descargarse una aplicación o subir determinados contenidos a una red social? A pesar de esas lagunas, nos beneficiamos a diario de móviles, aplicaciones y redes sociales. No comprendemos buena parte de lo que eso implica, pero confiamos en otros y en la tecnología y, gracias a esa confianza, logramos resultados impensables hace algunos años.

En este panorama valoramos la simplicidad más que nunca. Preferimos a las personas que pueden explicarnos algo que la explicación en sí. Preferimos que otros hagan las cosas por nosotros -con el riesgo que eso conlleva- que enfrentarnos a tener que hacerlas por nosotros mismos. Preferimos tener menos objetos, siempre que uno de esos objetos cumpla las funciones de media docena de los objetos anteriores. Identificamos simplificar con reducir, organizar, ahorrar tiempo y esfuerzos y confiar en otros.

martes, 20 de agosto de 2013

Rodéate de los mejores

¿En qué sentido Ocean buscó a los mejores para hacer el trabajo?
Imagen promocional de Ocean's Eleven (Steven Soderbergh, 2001)
Creo que la primera vez que escuché este consejo fue en boca de Aristóteles y, sin duda, es un adagio habitual entre los clásicos romanos, como Séneca. En el fondo, el «a hombros de gigantes» de Bernardo de Chartres no deja de ser una variante académica de este «rodéate de los mejores».

Steve Jobs solía decir que no tenía ningún reparo en apropiarse las ideas de otros si al hacerlo se mejoraba a sí mismo o mejoraba sus productos. Ya comenté en LaSemana.es la influencia que en Jobs –y en los actuales diseños de Apple- tuvo la arquitectura de Frank Lloyd Wright popularizada por Joseph Eichler. Hoy todos disfrutamos de ese contagio entre genios.