lunes, 7 de enero de 2019

Una invitación a leer… mejor

Audrey Hepburn, 1953.
«Si vale la pena leerlo, vale la pena leerlo dos veces» (p. 11). Los libros de invitación a la lectura son, por sí mismos, una paradoja. Como cuando el profesor recuerda en clase las bondades de asistir a clase; es decir, que se lo recuerda precisamente a los que asisten, y no a los que necesitan ese consejo. Sin embargo, en tiempos de crisis de asistencia y de lectores, el que alguien nos recuerde a los que asistimos y leemos el sentido de hacerlo resulta gratificante. Además, el título del libro pone la venda antes de hacerse la herida. No se trata ya sólo de leer… sino de leer… mejor.

Estos libros tienen otra ventaja: nos proveen de argumentos para ejercer de profetas y evangelizadores de la lectura. Nos dan razones de nuestra esperanza para perseverar en nuestra misión de convertir en lectores a amigos, familiares, hijos o alumnos. He leído muchos de estos libros. Algunos son combativos; otros, pura nostalgia. Pero hay algunos muy buenos, inspiradores, llenos de sabios consejos que mejoran nuestra experiencia lectora y amplían la comprensión de nuestra propia vida. Pienso ahora, por ejemplo, en Leer el mundo. Experiencias actuales de transmisión cultural.

Hoy quiero hablarte de mi último descubrimiento: Una invitación a leer… mejor, de Rafael Tomás Caldera (Rialp, 2014). Pertenece a la colección Doce uvas, que reúne textos como perfumes: pequeños y esenciales. El libro contiene tres breves ensayos y cada uno de ellos persigue un objetivo complementario a los anteriores. El primero, ¿Por qué releer?, es una invitación a leer mejor, sembrada de consejos sobre qué leer, cómo y por qué. Su contenido no es especialmente original, pero sí oportuno.

Conversar en torno a un texto es una incitación socrática a compartir nuestros hallazgos literarios con los amigos. En la estela socrática, repasa los fundamentos de la educación liberal, basada en el contacto con los grandes libros y la discusión inteligente de los temas que ellos nos plantean y su posible luz para nuestros asuntos presentes. Una digresión algo larga sobre la hiperestimulación a la que nos somete el mundo contemporáneo da paso a una sensata reflexión sobre el modo de leer: a) buscar las preguntas a las que responde el texto y hacerlas nuestras (interiorizar el problema); b) descubrir la verdad que propone el texto –o aquel con quien lo leemos-; y c) juzgar y comprender ese descubrimiento en relación con nuestros conocimientos anteriores y nuestra experiencia. La lectura -y la conversación- aparece en su doble función mediadora y terapéutica. Mediadora, en cuanto que nos permite superar las opiniones particulares y convenir juntos en la verdad; terapéutica en cuanto que medicina para el alma.

El tercer ensayo, Disciplina mental, lenguaje y sensibilidad, aborda el problema de la formación de la inteligencia mediante el hábito o disciplina mental de encontrar las palabras adecuadas para expresar nuestra sensibilidad. Caldera propone el diálogo como medio para lograr la unidad de vida, esto es: la armonía y coherencia entre lo intuido, lo pensado/expresado y lo vivido; y entre lo ya sabido y lo nuevo que descubrimos.

Entre las páginas del libro aparecen algunas citas que nos revelan los autores con los que el propio Caldera ha convivido en sus lecturas: Aristóteles, C.S. Lewis, Soren Kierkegaard, Jacques y Raïssa Maritain, T.S. Eliot, Leo Strauss, Jenofonte, Heráclito, C. John Sommerville, Platón, Blaise Pascal, Josef Pieper, John Henry Newman y Tomás de Aquino. Estas, pero también otras referencias a autores contemporáneos que parecen más de ocasión –al hilo de lo expuesto o de asuntos de actualidad– vienen a testimoniar el modo en que Caldera conversa con los grandes que le precedieron y con los hombres de su tiempo. No es poca cosa constatar que todavía hoy hay quienes predican con el ejemplo.

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