Ilustración de P. Miller, tomada de su Proyecto blog. |
El hombre moderno ha vivido acomplejado por los éxitos de las ciencias naturales y aplicadas. Esa peligrosa fascinación ha sido denunciada por la mejor literatura desde el Frankenstein de Mary Shelley, homenajeada en la inolvidable Blade Runner. Recuerdo ahora, sin olvidar Un mundo feliz, a nuestro querido Miguel de Unamuno, atrapado por esa obsesión y luchando ferozmente contra ella en Amor y pedagogía. Esa fascinación por la ciencia lleva aparejada el gusto por la neutralidad, la objetividad y los datos. A esa obsesión no escapó el Periodismo, quien hizo de la información –datos objetivos, estilo impersonal, neutralidad moral– un templo divino: «Los hechos son sagrados; las opiniones, libres».
Sin embargo, hasta los puristas del lenguaje, en plena moda de las distinciones analíticas, reconocieron (véase la confesión de John L. Austin) que en la comunicación humana todo acto informativo es inevitablemente perlocutivo, es decir, que busca y provoca efectos. El Nuevo Periodismo fue una primera reacción –tan moral y epistemológica como estilística– a esas pretensiones. Tom Wolfe y compañía nos recordaron que el periodista es persona que habla de personas, que el relato es la mejor forma de comprender el corazón humano y que el periodismo o es comprometido o es inhumano.