martes, 23 de enero de 2018

La indistinción entre el mundo real y el ficcional (confesiones de un creador de mundos)

Portada de Travels in the Scriptorium, Paul Auster, 2006.
Cuenta Thomas C. Foster en Leer como un profesor que detrás de todas las obras literarias «hay solo una historia», «incluso aunque (como pasa a menudo) los escritores no tengan conciencia de ello». ¿De qué va esa historia?: «Trata de nosotros mismos, de lo que significa pertenecer al género humano». Y esto sirve tanto para las historias basadas en hechos reales como para lo que solemos llamar «ficción».

Entre las historias de ficción, aquellas que implican sucesos, personajes o lugares sin correlato en nuestro mundo actual, siempre me han atraído aquellas en las que el escritor se cuestiona a sí mismo como escritor, que es tanto como cuestionarse los fundamentos teológicos de la ficción. Porque si hablamos de un mundo inventado, y nos mantenemos en los límites internos que configuran dicho mundo, ¿qué otro nombre sino «Dios» merece el creador de ese mundo?

Normalmente ocurre que el creador del mundo ficcional permanece fuera del mismo, ocultando su palabra creadora en la palabra de un narrador interno al mundo ficcional. Reconocemos su huella, pero no le reconocemos a Él. En los relatos de los que ahora hablo, sin embargo, puede ocurrir que el Dios-autor se encarne en el mundo ficcional, se re-presente a sí mismo en ese mundo e interactúe con sus criaturas. Así ocurre en el caso de Niebla, de Unamuno (don Miguel). En Seis personajes en busca de autor, pieza teatral de Luigi Pirandello, el creador permanece, sin embargo, ausente. Son sus personajes, escapados de la fantasía de un creador que nunca llegó a inscribirles en sus obras, quienes invaden el mundo real y exigen a un director teatral que les asigne un papel. La obra hace evidente que ausencia e inexistencia no son lo mismo e, incluso, que la ausencia es una forma de presencia.

Acabo de terminar la lectura de Viajes por el Scriptorium, de Paul Auster.

¡Aviso de spoiler!

En cierto modo es legítimo encuadrar esta obra junto con las dos anteriores. En los tres casos nos encontramos con una interacción entre mundos que, a priori, no deberían mezclarse. Sin embargo, hay una gran diferencia entre las dos primeras obras y la de Auster. Las dos primeras plantean, a su modo, un viaje por el que personajes ficcionales invaden el mundo real. Ambos mundos –el ficcional y el real- pertenecen a planos distintos y, mejor o peor, todos los implicados reconocen la diferencia entre uno y otro mundo. El drama está, justo, en que los personajes ficcionales demandan una existencia más real que la concedida por su creador.

En el caso de la obra de Auster esto no es así. En ella encontramos un solo mundo, en el que autor y personajes están en el mismo plano. Auster difumina dentro del relato, prácticamente hasta el final, la frontera entre ambos mundos, atenuando así la reflexión en torno a la trascendencia del mundo, o las relaciones y jerarquías entre mundos. Incluso la cuestión de que el protagonista es autor y los demás sus personajes es algo que debe intuirse, que permanece, hasta el final, velado.

La ausencia de teología no disminuye el dramatismo del relato, que adquiere un tinte fundamentalmente moral. Nos enfrentamos, desde las primeras líneas, con el profundo aunque difuso sentimiento de culpa que invade al autor por la misión (el papel) que ha encargado a cada uno de sus agentes (personajes); así como con el resentimiento o la comprensión que los personajes devuelven a su autor. ¿Acaso puede contarse una historia interesante sin meter a los personajes en una situación difícil? A este respecto Foster también nos advierte: «Nunca te pongas junto a un héroe» (por lo que te pueda pasar).

Por otro lado, Auster quiere remarcar la distinción entre el mundo del texto –en el que ficción y realidad han quedado fusionados- y el real –el del lector-, con expresiones del tipo «según hemos visto en el primer párrafo…». Al situar la frontera entre el mundo ficcional y el real justo en el acto de lectura del texto –entre «el lector» y «lo leído»- vamos descubriendo que, a la inversa de lo ocurrido en las obras de Unamuno y Pirandello, en esta ocasión no se trata de que los personajes hayan irrumpido en el mundo real, sino de que el autor ha quedado atrapado en el mundo ficcional. El autor ha sido raptado por sus personajes, quienes evitan hacerle consciente de esa situación. Sin embargo, cuando al final de la obra adquirimos conciencia de quien escribe -quien se dirige a nosotros- es uno de sus personajes, ambos mundos vuelven a fusionarse.

El drama del que nos habla Auster no es el de un personaje que busca alcanzar una existencia más verdadera y plena, análogo al de un simple mortal que añora la vida de un Dios, sino el drama de un escritor que ha quedado atrapado en su propia ficción, incapaz de distinguir entre realidad e imaginación. Tal vez, incluso, él mismo ha contribuido a esa situación, con la confusa esperanza de que su existencia ficcional sobrevivirá a su existencia real.

La indistinción entre realidad y ficción, la confusión respecto de cuál de los dos mundos es más auténtico y definitivo, tal vez llegue a ser uno de los mayores peligros de nuestro tiempo.

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